domingo, 2 de abril de 2017

El Adolf Hitler judío, hijo de rabino

No es una paradoja realmente existió un Adolf Hitler judío.

“Aquí descansan los restos mortales de ADOLF HITLER. Fallecido el 26 de octubre de 1892 a la edad de 60 años. Rueguen por su alma”, se lee en rumano y hebreo en una tumba del cementerio judío “Filantropía” de Bucarest.

No se frote los ojos, es cierto. La historia de este bucarestino de fe judaica cuenta el cronista de la judería rumana Marius Mircu en un libro titulado “Filantropía, un cementerio lleno de vida”.

Sorprendido por esta insólita coincidencia digna del más irreverente humor negro, Mircu rastreó en los archivos y descubrió que nuestro Adolf Hitler de Bucarest tenía un taller y una tienda de sombreros en la calle Real de la capital y era originario de Rumanía.

El sombrerero Adolf Hitler se fue de este mundo antes de que el nazismo se abatiera como un monstruo sobre el continente europeo. Pero tener el mismo nombre que el “Führer” perturbaría por décadas la paz de su memoria.

Nuestro Hitler rumano, que como está documentado por Mircu hizo publicidad de su negocio en un periódico yidish de su tiempo, jamás habría pensado que regresaría a la prensa mundial por razones tan distintas a su oficio.



Murió en 1892 y su estela fue troceada en la Segunda Guerra Mundial por temor a la reacción nazi. El extraño caso del israelita de Bucarest que tenía el mismo nombre que el ‘Führer’ y cuya lápida fue eliminada por puro miedo. Zara y Bershka marcan hoy el espacio de la sinagoga y calle española, arrasadas por Ceausescu.

LA RUMANÍA DEL NAZISMO

El primer paso de su compleja historia -ya fallecido- fue cuando en plena II Guerra Mundial un empleado del cementerio reparó por casualidad en la inscripción de aquella piedra funeraria, que aparentemente no tenía nada de especial entre las muchas que se levantan en el cementerio.

Con la Rumanía del Mariscal Ion Antonescu de parte de Alemania en la guerra y en medio de la efervescencia del movimiento fascista legionario, los judíos eran en esos momentos despojados de sus derechos civiles -cuando no asesinados- en brutales pogromos más o menos organizados u oficiales.

Sirva como ejemplo de los riesgos que corrían los judíos de Bucarest de aquel tiempo la matanza de la Rebelión legionaria de enero de 1941, cuando decenas de hebreos fueron llevados a un matadero, colgados sin piedad de los ganchos para los animales, y bárbaramente mutilados y asesinados.

El descubrimiento de la tumba ocurrió en este clima de terror, relata Mircu, lo que produjo un gran nerviosismo entre los conocedores del hecho. Lo que hicieron de inmediato fue destruir la parte del texto rumano de la piedra donde podía leerse claramente el nombre de Hitler.

Temían –no sin razón- que caso de llegar a oídos de las autoridades filonazis rumanas, de los legionarios o de la representación alemana en Rumanía, bien podrían considerarlo una provocación, con las desagradables consecuencias que cualquiera puede imaginar

La sinagoga donde concurria el Adolf Hitler rumano

40 AÑOS DESPUÉS
Tuvieron que pasar más de cuarenta años para que el recuerdo del sombrerero hebreo Adolf Hitler volviera a ser honrado públicamente a la vista de todos.

“La reparación se produjo en 1987, por iniciativa del Jefe Rabino Moses Rozen”, cuenta el ingeniero judío Iosif Cotnareanu, que trabajó en el equipo que reconstruyó el monumento. “Fue un acto de justicia, porque este hombre no tenía ninguna culpa de tener el nombre que tenía”, recuerda. Cotnareanu llevaba entonces dos años jubilado, y contribuía a la buena salud de la comunidad aportando su experiencia como especialista en trabajos sobre piedra.

“El monumento (funerario) no fue reconstruido exactamente como estaba, sino en otro estilo más habitual en los años 80. Sin embargo se respetó fielmente la inscripción”, dice el ingeniero que coordinó los trabajos.

Como casi todos los cientos de miles de judíos que hicieron de las comunidades rumanas unas de las más vibrantes y numerosas del mundo, los herederos del comerciante de la calle Real ya no viven en Rumanía.

O bien murieron bajo la bota del antisemitismo en la década de 1930 a 1940, o bien emigraron a Israel, a EEUU, a Francia o Alemania, Australia, incluso a Hong Kong, porque han llegado a venir de Hong Kong a dejar flores en la tumba, comenta con tristeza un empleado judío del cementerio.

Nadie lleva flores hoy a la tumba de Adolf Hitler en el cementerio de la Filantropía, dónde solo unos cuantos curiosos y algún periodista interrumpen su sueño eterno entre el verde apacible del suelo rumano que le rodea.

El joven empleado del cementerio judío Filantropía, ubicado en la ciudad de Bucarest, en Rumania, no daba crédito a lo que veían sus incrédulos ojos. Trató de frotárselos para ver si podía remover de sus retinas la imagen, pero no hubo caso. Sobre la fría y enorme lápida podía leerse con absoluta claridad: "Aquí descansan los restos de Adolf Hittler. Fallecido el 26 de octubre de 1892 a la edad de 60 años. Rueguen por su alma”. El hombre dudó por unos instantes y hasta llegó a creer que podría tratarse de una "broma de mal gusto", pero de inmediato cayó en la cuenta de que no se trataba de eso, sino que realmente allí estaba enterrado un tal Adolf Hittler (escrito con doble "t")...

Durante los oscuros días de la Segunda Guerra Mundial (momento en el cual el trabajador del cementerio se percató de esta tumba) no eran pocos los países dominados por la Alemania nazi en Europa, y Rumania no era precisamente la excepción. El yugo de la barbarie nacionalsocialista caía cruel e insensible sobre la población rumana que debía sufrir los embates del socio criminal local de Hitler, el Mariscal Ion Antonescu. Así las cosas 300.000 rumanos murieron por el solo hecho profesar la religión judía...

Si la falta de tolerancia era uno de los sellos indelebles del régimen rumano vasallo del nazismo, la acción desenfrenada, totalitaria, violenta y desmedida era otra de sus caracetrísticas, por lo cual "algo había que hacer" con esa tumba tan "ofensiva", no fuera cosa que algún "buchón" de los nazis hiciera llegar la noticia hasta los mismísimos oídos del Führer o sus allegados y todos quienes se ganaban el pan de cada día en el cementerio judío terminaran pasados por cuchillo...
Adolf Hitler, el que no estaba allí enterrado, podía tomarlo a mal.

La "solución" que encontraron las autoridades del campo santo y quienes cuidaban aquel cementerio judío en medio de la línea de fuego fue la de dañar lo suficiente la lápida como para que ya no se pudiera leer el nombre de aquel hombre casi desconocido que había tenido el "triste honor" de compartir nombre y apellido con uno de los personajes más repulsivos, sanguinarios y crueles de la historia de la humanidad. La lápida fue prácticamente destruída y para cuando el final de la guerra dio algo de respiro a la población rumana, ya casi nadie se acordaba de la infausta tumba con "aquel otro" Adolf Hittler enterrado.

¿Quién era aquel deconocido Adolf Hittler?

El pobre hombre que se encuentra enterrado en la tumba del cementerio judío Filantropía de Bucarest era en realidad un fabricante de sombreros, un judío rumano que tenía su taller y un pequeño negocio de venta de sombreros ubicado sobre la calle Real de la ciudad rumana de Bucarest. Unos datos más nos permiten dar algo más de luz sobre su nombre y apellido: a finales del siglo XIX el nombre Adolf (de clara consonancia germana) era muy común y muy difundido entre los judíos y también era muy común que los apellidos se relacionaran directamente con la profesión que ejercían. En el caso del "otro" Adolf Hittler, el enterrado en Bucarest, se cree que su apellido real era Hütler, que en realidad significa en alemán "fabricante de sombreros". Lo más probable es que el artesano que se encargó del tallado de la lápida haya cometido un error y finalmente en la piedra haya dejado registrado el célebre apellido Hittler.


Los años pasaron y finalmente el caso fue descubierto casi por casualidad por Marius Mircu, un cronista de la comunidad judía rumana, quien se interesó particularmente por la tumba cuando preparaba su libro "Filantropía: un cementerio lleno de vida". Mircu investigó y logró recopilar casi todos los datos que se conocen sobre aquel fabricante de sombreros enterrado en Bucarest, pero la historia no terminaría allí.

La dictadura comunista en Rumania mantuvo la tumba destruída con la lápida dañada para que no se lea el nombre de Adolf Hittler, pero en 1987 (dos años antes de que el dictador rumano Nicolae Ceausescu fuera derrocado) finalmente la dañada tumba fue reconstruída respondiendo a la iniciativa el Rabino Moses Rozen. El ingeniero judío a cargo de la justiciera reconstrucción de la lápida fue Iosif Cotnareanu, quien pudo darle forma a su trabajo respetando el epitafio original, al cual tuvo acceso a través de viejas fotografías como las aparecidas en algunos periódicos locales. La nueva lápida, sin embargo, no tiene el mismo diseño que la original y fue concebida siguiendo los cánones de los años 80's.


Murió en 1892 y su estela fue troceada en la Segunda Guerra Mundial por temor a la reacción nazi. El extraño caso del hebreo de Bucarest que tenía el mismo nombre que el ‘Führer’ y cuya lápida fue eliminada por puro miedo. Zara y Bershka marcan hoy el espacio de la sinagoga y calle española, arrasadas por Ceausescu.

Finalmente se había hecho justicia con aquel trabajador judío que no tenía culpa alguna por llevar ese apellido. Hoy en día ya nadie lleva flores a su tumba y las únicas personas que se acercan lo hacen por la tremenda curiosidad que genera ver en una lápida el nombre de Adolf Hittler...


Judíos americanos, comentando la actitud hacia la raza semita del dictador alemán, han lanzado la opinión de que Hitler debe ser judío, porque en el curso de la historia los mayores opresores de los israelitas han sido siempre renegados. Uno de los ejemplos más ilustres es el Gran Inquisidor Torquemada que fue un judío bautizado.

Los americanos han pedido a las comunidades judías internacionales que investiguen si existe alguna familia austríaca [judía] de nombre Hitler relacionada con el Canciller alemán.

Un anciano judío de Alejandría (Egipto) recordó que cuatro o cinco décadas atrás conoció a un tal Hitler en Rumanía. El dato dirigió las pesquisas hacia el Dr. Niemerower, rabino de Bucarest que, en efecto, encontró en el cementerio Filantropía una tumba de 26 de octubre de 1892 cuya lápida reproducimos en la ilustración

(*) La tumba es del individuo austríaco Adolf Hittler, que vino de Polonia a Rumanía y trabajó como portero del Hotel Boulevard.

Puede que no haya conexión entre el difunto Adolf Hittler y el Canciller alemán. Pero, como parece que Hitler puede ser un nombre judío, no se excluye que corra algo de sangre judía por las venas del Canciller germano. Con todo, esto carece por completo de importancia.

*) La tumba lleva el número 9 y se encuentra en la parcela 18. Está en la zona donde se entierra a los pobres.

¿Cuál era la fecha de este artículo?

La mención de Hitler como Canciller alemán y las no más de cuatro o cinco décadas pasadas desde la muerte de Hittler apuntan a los años 30 o 40. La referencia a Niemirower estrecha aún más los límites de la datación. El gran reformador, rabino principal, miembro del senado rumano y líder espiritual de todos los judíos de la Rumanía pre-bélica murió el 18 de noviembre de 1939. Por tanto, el artículo tuvo que publicarse en algún momento de la segunda mitad de los años 30, en el ambiente relativamente antigermánico que se respiraba bajo el rey Carlos, antes de la crisis interna producida por la anexión soviética de Besarabia y Bucovina del norte, y de la restitución del norte de Transilvania a Hungría en 1940, factores que abrieron el camino al poder al pro-germano Antonescu.

Bajo el nuevo régimen, que organizó pogroms que provocaron la muerte de casi cuatrocientos mil judíos en Rumanía y en los territorios soviéticos invadidos por el ejército rumano (incluida Odesa), habría sido imposible escribir sobre el Führer en un tono tan frívolo. Y es muy probable, contrariamente al relato de Mircu, que la lápida no fuera hallada por casualidad por un empleado del cementerio, sino que los judíos de Bucarest intentaran deliberadamente eliminar la provocativa inscripción de la tumba que años antes había recibido cierta atención y publicidad en artículos similares al que hemos reproducido.

Desde el principio...

Llegó el día en que Berlín se fascinó por un hombre con bigotito.
Ese día, toda la metrópoli se encaminó “hacia un punto único” para ver al que “como nadie en nuestra época representa la eternidad”.
Así lo describía el corresponsal de La Vanguardia, Augusto Assía, el 17 de marzo de 1931. Miles y miles de berlineses “asaltando autobuses, metros y tranvías” hacia ese pequeño bigote.
“La estación de Friedrichstrasse está tomada militarmente (…) El Unter den Linden, los ‘quais’ que afluyen a la estación viven instantes de congestión que repercute kilómetros más allá (…) Un cordón de policías forma un hemiciclo que encierra a cientos de fotógrafos, de operadores de cine, de reporteros, cercados por una muchedumbre inmensa que aprieta impaciente”.
Hoy, ochenta y tres años después y a mil trescientos kilómetros del Unter den Linden, el invierno cubre el cementerio Filantropía de Bucarest. Marin Stefanescu, el encargado, camina sobre la nieve entre tumbas de hermosa cacofonía yiddish… ‘Toni Krakauer, nascuta Carniul’ y muerta a los 22 años, dice una lápida… El viejo Stefanescu, callado, se adentra por el corredor central del cementerio judío hacia otro “punto único”. Tuerce a la derecha, otra vez a la derecha y luego a la izquierda. Se detiene frente a una lápida y suelta una carcajada que rompe el silencio sepulcral…
–¡¡¡Hitler… Adolf Hitler!!! –exclama sin dejar de reír y señalando la lápida…

“Aquí descansan los restos mortales de Adolf Hittler. Dejó de vivir el 26 de octubre de 1892 a la edad de 60 años. Rezad por su alma”, se lee en hebreo y en rumano, con el símbolo de una sociedad israelita de 1875 –dos manos unidas– también esculpido en la lápida.

Adolf Hittler. Con doble "T". Judío. Murió cuando el otro Adolf era un niño de tres años y –que sepamos– no eran parientes. El señor Hittler tenía un taller y tienda de sombreros en la calle Real de Bucarest. Y poca cosa más se sabe de él, salvo que venía de Bucovina, se anunciaba en un periódico yiddish y que su tumba está hoy cubierta de nieve.
Si tuvo descendientes, nadie sabe dónde están.

Quizá murieron en la Rumanía pronazi del mariscal Antonescu: no enviaron a ningún judío a las cámaras de gas, pero mataron a cientos por asfixia en trenes de transportes, colgaron cadáveres en ganchos de matadero y fusilaron en masa… Más de 280.000 judíos y más de 10.000 gitanos exterminados.

En esa Rumanía, un trabajador del cementerio se fijó un día por casualidad en la tumba de Adolf Hittler. No importaba que se escribiera con dos tes: el efecto de la lápida daba escalofríos. Antonescu o los nazis podrían tomarlo como una provocación, y los empleados la destruyeron bien rápido. El cementerio Filantropía ha visto resquebrajar sus tumbas por bombardeos aéreos, terremotos y el olvido, pero nunca antes –ni después– por el miedo.

Pasó el tiempo y, en 1987, alguien en la comunidad judía recordó el caso y propuso reconstruir la estela del sombrerero. ¿Acaso no merecía su nombre?
–La lápida actual es diferente que la original, pero la inscripción es idéntica: teníamos una fotografía de la destruida. Y la colocamos en el mismo lugar –explica el ingeniero judío Iosif Cotnareanu, que sufrió los tiempos de Antonescu y ayudó a tallar la nueva lápida.

–¿Qué sintió al grabar el nombre de Adolf Hittler?
–Lo pusimos y ya está.
A Cotnareanu le incomoda hablar del asunto.
–Hay cosas más interesantes que esa lápida –dice. Y explica la historia de la pequeña sinagoga sefardí y su calle, conocidas como ‘españolas’. Todo arrasado por los delirios urbanísticos de Ceausescu en los años ochenta.
–Ceausescu se comprometió a respetar la sinagoga española. Y un día, sin más, llegaron los bulldozers. Dicen que al rabino Moses Rozen, al saberlo, le dio un ataque al corazón.


Iosif Cotnareanu, el ingeniero que a finales de los años ochenta ayudó a tallar de nuevo la estela de Adolf Hittler.

–¿Dónde estaba esa calle?
–En el triángulo entre la plaza Unirii y el bulevar Corneliu Coposu –explica el ingeniero.
Voy hacia ese triángulo y, de camino, me detengo en la Sinagoga Grande. Las paredes de su sala central están forradas con envejecidos paneles que detallan el holocausto en Rumanía, el país que tuvo el primer teatro profesional judío del mundo.

La ‘trista istorie’ me la cuenta el arquitecto Aristide Streja, que también sufrió ese tiempo. Recuerda con emoción a Iancu Guttman. Lo fusilaron en un bosque junto a dos de sus hijos, pero sobrevivió y escapó. Lo descubrieron poco después con los cadáveres de sus hijos en los brazos y lo apalearon. Terminada la guerra ‘subió’ a Israel.

–¿Qué le trae por Bucarest? –me pregunta Streja.
–La tumba de Adolf Hittler.
–¿¿¿…???
Aristide Streja nunca había escuchado la historia del sombrerero y sus lápidas.
–Le contaré otra historia de ese nombre –explica–. Un judío llamado Adolf Hirsch le arregló un día el reloj a Adolf Hitler. Éste, en agradecimiento, le dijo que pidiera un deseo. El relojero le contestó que quería cambiarse el nombre. ‘¿No te gusta Hirsch?’, le preguntó Hitler. ‘No me gusta Adolf’, le respondió el relojero.
Streja se detiene ante el panel que detalla los niños asesinados en el último pogromo de Antonescu… “Dina, cinco años. Rozalia, tres años. Lana, un año”…

Es como la cuenta atrás de un estallido, como esa crónica de Augusto Assía en 1931: Berlín esperando extasiado a un hombre con bigotito… “Falta una hora. Falta media. Falta un cuarto –escribía–. La muchedumbre va incendiándose de pasión y creciendo como lava. Faltan cinco minutos, dos minutos (…) Se encienden los focos de los operadores de cine (…) Cuando se asoma al balcón, apretándose sus dos manos en un saludo a todo el pueblo alemán, el bulevar es una mancha negra y un grito rojo de entusiasmo que se pierde a lo lejos (…) La muchedumbre prorrumpe en un aullido frenético de júbilo (…) ¿Qué rey, qué emperador va a aparecer desfilando entre las armas del doble cordón militar?”…
“¡Charles Chaplin!”.
Era Charlot, el cómico medio gitano, que visitaba Berlín. “Tal vez jamás nadie haya sido recibido en Alemania con un fervor tan espontáneo y emocionado”, afirmaba nuestro corresponsal.
Nada es lo que parece. Dos años después, Berlín entregaría su alma a otro bigotito y Assía lo contaría en La Vanguardia (la editorial Acontravent acaba de publicar una selección de esas crónicas magistrales, ‘Salt a la foscor’).
Nada es lo que parece. “No soy judío, pero estaría feliz de serlo”, declaró Chaplin en 1940, durante el estreno de ‘El gran dictador’: Hitler bordado en celuloide.

Nada es lo que parece porque las cosas aparecen sin más. Como el nombre de un sombrerero judío. Como el bigote de un cómico gitano. Como los bulldozers de Ceausescu en la arrasada calle española: su lugar –’voilà!’– lo ocupan hoy un Zara y un Bershka.

Nada es lo que parece, aparece o desaparece. Ni siquiera para la imaginación de 1933.
“Tal vez nunca estuvo Hitler más lejos del poder que ahora. Me refiero al Hitler nacionalsocialista, al estupendo demagogo electrizador de muchedumbres”, escribía Assía el 2 de febrero de ese año, dos días después de que Hitler fuera nombrado canciller.

“Las grandes masas obreras y campesinas que le siguieron un momento le vuelven ahora la espalda en bandadas”, aseguraba siete días después.
“A Hitler, su enorme movimiento le puede servir para muchas cosas, pero no para instaurar una dictadura”, escribía veintiún días después.
Parecía una cosa y fue otra. Porque alguien acabó sacando el lado oscuro de la chistera… “Dina, cinco años. Rozalia, tres años. Lana, un año”…
Hoy, unas cortinas cubren los paneles del holocausto cada vez que hay plegarias en la sala principal de la Sinagoga Grande.

Hoy, en la calle Lipscani, frente al Banco Nacional, un hombre intenta sacarse unos leis vestido de Charles Chaplin.
Camina sobre la nieve como el sepulturero Stefanescu: helado de melancolía. Arrastra su ternura dándole a ‘El Danubio azul’ en un organillo y tiene un periquito verde que elige al azar papelitos doblados que adivinan el porvenir. “Parece usted una persona sensible y desilusionada. Tendrá que luchar por tu felicidad”, dice el papel que me saca el pájaro con Charlot estirando ‘El Danubio azul’ hasta la saciedad.

“Muchos periodistas y corresponsales –escribía Augusto Assía, rendido, el 20 de mayo de 1933– empiezan a concentrarse en las fronteras para presenciar los trabajos de atrincheramiento y defensa con que los pueblos empiezan a ‘cavar el porvenir’”.


Esta lápida se parece a la que vemos en las fotos modernas solo en sus rasgos principales. Parece que no solo las letras rumanas sino toda inscripción y decoración fue machacada y luego se cinceló de nuevo en 1987. El contenido del texto rumano no se cambió, pero sí la tipografía, así como el símbolo de la parte superior, que fue transformado en un bajorrelieve mucho menor y coronado por una estrella de ocho puntas. El texto original hebreo de tipografía clásica fue también cincelado nuevamente con una calidad inferior, aunque su contenido se mantuvo idéntico:


איש יקר הר
אברהם אליהו
במוה' שמואל
נפ' ביום כ' חשון התרנג
ת'נ'צ'ב'ה


El preciado hombre, rabino
Avraham Eliyahu,
hijo de nuestro maestro, el rabino Shmuel.
Falleció el 20 de Heshvan 5653.
Que su alma se una al haz de la vida.


20 de Heshwan 5653 corresponde a 10 de noviembre de 1892. En efecto, Rumanía solo cambió al calendario gregoriano en 1919, y en el calendario juliano la fecha hebrea puede ser 26 de octubre. Pero según la inscripción el difunto era un rabino e hijo de rabino.

 ¿Vio Marius Mircu esto? Y si así fue ¿cómo casa el dato con una presunta profesión de sombrerero? ¿Y con el trabajo de portero en el Hotel Boulevard? Cuanto más avanzamos en nuestra investigación, más confusa se torna. La vida de Adolf Hittler quizá fue apasionante, lo ignoramos, pero no cabe duda de que ha tenido una muerte llena de avatares.

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